de voces que forman el fragor de una urbe. En todo caso parecía complacerse en rondarle, como un insecto molesto, y hambriento, dispuesto a extraer a toda costa la sangre de su víctima. Cuando lo hubiese conseguido sobrevolaría pesadamente, hinchada como un mosquito hembra que ha de nutrir los centenares de huevos de cada puesta; él esperaría ese momento y lo aplastaría entre sus dos manos con una palmada seca y sonora, una hermosa palmada que extendiera su eco por