No es que no se notara el camelo, claro está, pero mejor era eso que nada. Cerré el maletín, salí del cuarto de baño, comprobé que la habitación estaba más o menos en orden, apagué la luz y me asomé al pasillo: no había nadie. Con mil precauciones bajé a la recepción. Una señora despuntaba judías verdes y las arrojaba a una jofaina que descansaba sobre el mostrador. Dejé la llave junto a la jofaina, dediqué un guiño seductor