nada cubría el piloso segmento que mediaba entre el borde del faldón y unos zapatos de charol que don Plutarquete había desenterrado de un armario y que, sobre estar cubiertos de moho y champiñones, me apretaban tanto que me veía forzado a moverme con profusión de remilgos y filigranas. Esta impresión, si no otra peor, debimos de causarle a la recepcionista que, dotada de unas tetas ciclópeas, de las que de haber podido se habría desprendido, por no hacernos