audacia, por qué tardaba ese movimiento suyo, ese gesto admirable, esa reacción terminante que pondría fin a este momento equívoco y ya excesivamente prolongado. Y, sobre todo, por qué se frotaba tanto los párpados, por qué asentía con una sonrisa al mismo tiempo indudable y humillada, y tan frágil, tan mortecina. El de la cara de niño se puso en pie y paseó gravemente por la habitación, sin cesar ni un segundo de hablar. Arrojó al suelo