despedí de la recepcionista, me adentré en la masa de mirones, siempre con María Pandora en brazos y don Plutarquete pegado a los talones, y emergí por el otro lado sin llamar la atención. No sé qué agudeza me hizo divisar en una esquina no demasiado distante el coche de la Emilia. Hacia él nos encaminamos y en él nos metimos, de cualquier modo hacinados. La Emilia, reparando en los andrajos en que se había convertido nuestra ropa y en los tiznones