. No tardé en tomarle la mano al coche. Al principio fui más bien prudente, pero a la altura de San Miguel noté que no había auto que no dejara atrás y entré a Pilar manejando con insolencia, como si gritara: «Abran paso, acá voy yo.» Es verdad que no había a quién gritar. Toda la gente debía de estar metida en su casa: era la hora de comer. A un transeúnte solitario le pregunté dónde quedaba la