me vez más grande, signo inequívoco de que se nos echaba encima con pasmosa celeridad, me retrotrajo a otras realidades más acuciantes y menos halagüeñas. Aparté el ojo de la lente y arrimando la boca al caño por donde había estado mirando grité a pleno pulmón: --¡Oiga! ¿Hay alguien ahí? Apliqué el oído al extremo del telescopio para ver si recibía respuesta y sólo capté un sobrecogedor silencio sideral. Volví a mirar y advertí que el satélite llenaba ya todo