Amábamos ciegamente aquella ciudad, tu ciudad. Sabíamos muy bien que los que la conocían mal o la visitaban de paso, la odiaban, pero nosotros --como Stendhal, como todos los que han vivido en ella mucho tiempo-- la amábamos entrañablemente. ¿Cómo no acabar entregandonos al negro mar de sus ruinas mordidas por los bombardeos de la última guerra, a sus viejos palacios, a sus rascacielos de cristal? Había noches, Francesca, noches como aquellas en que tanto