de media hora. «No tenemos que descuidarnos», pensé. La escalera llevaba a una garita muy angosta de madera reseca, pintada de gris. Abrimos la puerta, salimos a la terraza. Era de baldosas coloradas, rodeada por lo que parecía una franja blanca: el borde superior de las paredes medianeras, que sobresalía de las baldosas unos veinte o treinta centímetros. Había tres terrazas más. Dos en frente, una a la derecha. Todas eran idénticas y