nariz tranquila, esos labios serenos. Al viejo le gusta que ella no bisbisee oraciones; le resultaría una de tantas beatas. Y ella es todo lo contrario: encarna la paz interior y la plenitud satisfecha, con las dos manos posadas sobre la falda y el lento ritmo del pecho. Ahora se le escapa la sospecha de un suspiro, más bien dichoso que atribulado. El viejo se siente turbado, como si violara una intimidad, y aparta su mirada hacia el cuadro