helado. Toda la noche me había revuelto en la cucheta, como si un mal presentimiento me atormentara. A cada rato encendía la luz y miraba el reloj. Llegó el momento en que no aguanté más: me levanté, me vestí y me dirigí al coche comedor, en la esperanza de encontrarlo abierto. Estaba cerrado. Eran las 6 y 45.