melo oreja. Me apeé en una plazoleta arbolada en cuyos bancos de piedra tomaban el sol varios jubilados. Uno de ellos me explicó que para llegar a Dama de Elche tenía que subir un buen trecho por una de las calles sinuosas que partían de la plazuela. Un desayuno, siquiera frugal, me habría caído que ni pintado, pero eran cerca de las doce y, aunque tengo entendido que la gente de teatro no suele levantarse al alba, no quería correr