mañana, el sol reverberaba en el estanque del Retiro y David contemplaba las barcas empeñadas en un lánguido viaje sin destino. Por la tarde, se acodaba en el balcón y su mirada se prendía en el torbellino de los coches que avanzaban en riadas metálicas para detenerse de pronto y arrancar de nuevo, enloquecidos por el guiño del semáforo. --¿En tu ciudad no hay coches? --preguntaban los primos, divertidos. Tenían una voz sonora, hablaban de una forma