grande, su gentileza tan extrema que lo dejaban solo de a ratos, venían a espiar por la mirilla de la puerta o a proponerle cigarrillos o una partida de dominó. Perdido en su estupor que de algún modo lo había acompañado siempre, Robert no sentía el paso del tiempo. Se dejaba afeitar, iba a la ducha con sus dos guardianes, alguna vez preguntaba por el tiempo, si estaría lloviendo en Dordoña. Fue siendo en olas o cristales que una brazada