de su cuerpo apoyado en la consola. --Yo nunca duermo --dijo. David se entristeció. Todo lo que ocurría entre los dos estaba siempre teñido por la acidez de la madre. «Sólo vivo para ti», solía repetirle. Y David la besaba con el corazón encogido. Ahora le miraba acusadora, y el cuello tenso y palpitante volvió a evocar en David la imagen de una serpiente a punto de saltar. --¿Has cenado? --preguntó.