enterara: para qué iba a preocuparse por su salud, no valía la pena. Entonces el niño bajó la vista y descubrió que, sin darse cuenta, había extendido el brazo en actitud de pedir y que ella estaba depositando sobre su mano varios doblones de a ocho. Mientras los guardaba, minutos después, en el cofrecillo, tuvo la terrible certeza de que la abuela le había comprado su silencio acerca de la presencia del Hombre Invisible. Vivía con el vago