Nadie puede medir la desgracia de otro. (Se levanta y, sin tomar su aparatito, baja de la tarima y echa a andar hacia la derecha.) Si aquella mujer de la mano suplicante, tan torpe y tosca, padecía más o menos que la «Profesora», nadie puede saberlo. (Ha llegado cerca de RUFINA. Mira hacia la izquierda.) Después de la visita al depósito, Rosa afrontó su dolor como pudo. Si antes prefería estar