de Francesca unos cercos oscuros, unas profundas ojeras que a Jano ahora le obsesionaban, porque sabía muy bien de qué habían sido el preludio. Bebía y miraba, miraba y bebía hasta que el rostro de la foto se fue como encendiendo. Jano contempló insistentemente aquel fuego gozoso que había visto arder por vez primera en la Biblioteca Ambrosiana. Bebía y era el rostro suave y encendido --no el alcohol-- el que le encendía a él, el que con su sublime quietud