se repetida por ahí); la deshonestidad de arbitrar una expresión así está en aprovecharse de la fortísima carga peyorativa que justa o injustamente grava la palabra linchamiento para inducir en el lector iguales sentimientos de repulsa hacia algo que está lejos de merecerlos tan severos. Con el mismo sistema -aunque con menos disculpa y mucha más desenvoltura-, Jaime Campmany pasea y espolvorea, en el artículo citado, la palabra tortura por casi todas las conductas que tiene por facciosas, como