encaminó hacia el portalón del convento. La Emilia y yo, envalentonados por su ejemplo, le seguimos. Tiró el temerario erudito del cordón que pendía del dintel y sonó en el caserón una alegre esquililla. Aguardamos trémulos a que alguien acudiese a la llamada y cuando ya creíamos que tal cosa no iba a suceder, se abrió un ventanuco en el portalón y asomó por él una cara apergaminada iluminada por la vacilante luz de una vela. --Ave María purísima --dijo la