selo a la que me consideraba acreedor, fue aprobado por unanimidad y sin enmiendas. Andábamos un poco escasos de dinero y el coche de la Emilia necesitaba gasolina. El magnánimo vejete nos prestó lo que tenía a mano. Me volví a colocar la coleta que había dejado colgada de un perchero para dormir, nos echamos a la calle sin más trámite y, siguiendo mis instrucciones, la Emilia condujo hasta el aeropuerto. Una vez en la terminal, pasé revista a la