se en voz baja, se comprometió a explicarle los trucos infalibles para enseñar a un loro a repetir veinticinco frases distintas. Miguel insistía en que no quería tanto, se conformaba con que su loro, como el de la novela, aprendiera a decir: «¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!» Su conversación se interrumpió con brusquedad cuando advirtieron que un extraño silencio había surgido entre los contertulios, ¿qué ocurría? Miguel miró hacia la puerta