la suave compañía de una canción. Algunas mañanas Miguel acercaba su silloncito al balcón y observaba con qué celo trataba la abuela a sus flores. Ella a veces se giraba hacia él y le cantaba alguna de aquellas viejísimas canciones francesas que aprendió de niña. Miguel fingía entonces una alegría obligada e impropia o bajaba la vista involuntariamente. Le cohibían los ojos acuosos y la sonrisa dulce de la abuela, su vocecilla temblona. Sobre todo, le disgustaba que se empeñara en enseñarle